lunes, mayo 31

Ramón Azócar: La perra que llora


Entonces, algo nervioso, comienzo a conversar con él y en un momento que nos deja solos Roberto, le pregunto: “¿Nos conocemos anteriormente?”. Si, me contesta, nos conocemos desde hace cinco horas aproximadamente. No dije más. Cuando salía del estacionamiento obstaculizó la vía y me pidió que le diera un aventón hasta su casa. Al cabo de unos minutos le volví a preguntar: “¿hicimos algo usted y yo?”. Claro amigo, hicimos mucho. Me hiciste sentir como una verdadera hembra. Acostumbro colocarme en los recodos de la vía para atrapar a despistados como tú, luego los llevo a casa, me cubro mis partes íntimas con una goma y lo demás se lo dejo a la bebida que tomaste. Entonces eres una vulgar “marica”. No mi amigo, me contesta con seguridad, soy un hombre con deseos reprimidos y lo único que hago es hacerle el amor a mis victimas. “¿Qué!”, un violento frenazo hace superlativo mi asombro: “Yo no hice nada. Tu me hiciste a mí”. Exacto. Y mejor te quedas tranquilo, ya sabes por eso de las voces de la calle y demás. Sin embargo, esgrima el hombre, no hay nada que te haya hecho de lo cual puedas reprocharte: “si no eras tú era yo, okey...” Indignado saco del auto al hombre y le doy sendos golpes en su humanidad. Las voces se tornaron verdaderos gemidos de dolor; le tomé por los cabellos lo hice arrodillarse y hacerme cosas; le golpeé hasta el cansancio. Ensangrentado y con un hilo leve de respiración asesté una roca en su rostro. Tan sólo llegué a ver por minutos sus sesos esparcidos en el suelo árido y seco.



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